Jennifer y la muerte

Me resguardo en mi aparatoso mayo, sigue de pie estas líneas que no sé a dónde van. Escribo porque es una forma de morir ante usted. Es una manera radical de perder lo extraviado y de dar paso a ese matiz grueso de torpezas sin restricciones. Soy un abyecto, pétrido y desvalijado cuando usted toma este recuerdo y lo inyecta en sus paraderos oscilantes, liliputienses. Soy vaho, me siento entre la esperpéntica mañana que se asoma rutilante por mis pupilas absorbidas por un solitario grito. Me ayudo a empujar el universo hacia las sombras de un ladrido silencioso. Retorno para sonreír y sigo mi camino. Los gatos arañan sus corredores y lloran en fila al reencarnarse en la luna, ese lunar amarillo en el mar azul de cabeza. La noche me rastrea y rembolsa mis latidos en una bolsa de basura. Mojo las sabanas que alguna vez abrazaste burlandonos de Dios, y de su creacion creando nuestro propio universo en un verso que descance en tus ojos y en tu voz. Intento llamarte pero mi grito oxidado no se registra en tu sórdida sordera. Le Clezio vaticina otros diluvios en mi acera. Te odio por guardar ese instante eterno en el falso piso de tu cajón, cuando nos besábamos aquella tarde que murió sobre tu tejado. Donde nos seguían esos fantasmas que abrazaban la muerte llorosa porque hasta ella te amaba. La muerte era tu filuda amante nocturna, era el disparo certero hacia un torrente caustico anabólico, era ese gemido que ahogabas en tus sueños cuando la muerte lamia tu cama y tu respiración, era ese show de piedras que caen en mi ventana, era ese sentimiento de miedo de girar hacia la ventana y descubrir que me esperaba, era ese poema envenenado y sangriento que recibí, era ese corte en las líneas azules de tus muñecas, era ese abrazo tan ausente cuando cierras tus ojos y al abrirlos no es más que la almohada.