lunes, mayo 21, 2012

Esperando por la nosomántica de los cuentos encriptados en el mundo que se encuentra al otro lado del rio



El sol lamia con cierto rubor la aldea. Las nubes, tan maniáticas ellas, se obsequiaban y se perdían en el éter, eternamente. Un soldado, en pose de descanso, en colaba entre tus palabras tácitas mientras sucintaba otro vuelco en tus manos. Y de pronto, mis nervios se permitieron un latido. Escuchaba risas que se perdían en su objetivo. Carros y personas huían del smog del hábitat de un pueblo evolucionado. Un humano cruzaba delante de mí y lo mire de reojo como un árbol mira al ahorcado tratar de romper la soga. Y te esperaba como un gánster que espera que su víctima termine el café y las tostadas, mientras el sol agoniza en el cielo. Y de repente, otro latido nervioso asalta mi alma febril y gélido. Unas chicas me miran y sonríen neurasténicas. A lo lejos, un soliloquio de Silvio Rodríguez me alcanza. Me toca. Su voz inyecta mis nervios de verte y saber quién eres. En el infinito unas nubes acribillan la soledad del viento sátrapa que me dirige hidalgamente en un réquiem bailable con la soledad, con el silencio que llego a tocar con mis ojos. Y espero tu luz cabalgar detrás de esa puerta a lo universal. Que veo gente salir. Que veo a todos, menos a ti.
En la acera recuerdo un pentámetro yámbico Shakespeariano y me arrastra a lo exhausto. Una gota de sudor planea su escape. Otro latido nervioso me hace dar cuenta que el sol muere más rápido y se da prisa. Daniel F canta una balada sin sentido normal, pero con una moraleja armónica que recubre tu encanto misterioso, de doncella medieval a un caballero feudal a punto de colapsar y daos su espada por tu vida, simétrica. Tu voz panóptica sucumbe en la hoguera nerviosa de mi caja cardiaca fumigada por ese señor llamado Lucky Strike. Y miraba la luna danzar tempranamente en un octano. Ese arco iris de gasolina dibujado por Robert Pinsky, amordazaba y cubría tu llegada. Cernías tus pasos en mi acera, en mis dominios retinentes. Un último latido imperceptible y concluido en timidez, ensayaba una sonrisa en mi rostro indecorable. Y tú, el arpegio perdido de Serrat, te encontré. La llama que gira en el canto del Dios en vermut. Ya no importaba nada en el espacio. Ni las risas de los niños dibujados en el contorno del tiempo detenido. Ni el caramelo de Mayo que habitaba en mi boca. Ni las nubes. Ni los carros. Ni las personas volteando. Ni las cigarras que arañaban la noche con su canción y menos el trafico enardecido o las esquinas, ni su luz. Llegaste tú, y el mundo, al otro lado del rio, lo entendió como yo lo vi.

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