El sol lamia con cierto
rubor la aldea. Las nubes, tan maniáticas ellas, se obsequiaban y se perdían en
el éter, eternamente. Un soldado, en pose de descanso, en colaba entre tus
palabras tácitas mientras sucintaba otro vuelco en tus manos. Y de pronto, mis
nervios se permitieron un latido. Escuchaba risas que se perdían en su
objetivo. Carros y personas huían del smog del hábitat de un pueblo evolucionado.
Un humano cruzaba delante de mí y lo mire de reojo como un árbol mira al
ahorcado tratar de romper la soga. Y te esperaba como un gánster que espera que
su víctima termine el café y las tostadas, mientras el sol agoniza en el cielo.
Y de repente, otro latido nervioso asalta mi alma febril y gélido. Unas chicas
me miran y sonríen neurasténicas. A lo lejos, un soliloquio de Silvio Rodríguez
me alcanza. Me toca. Su voz inyecta mis nervios de verte y saber quién eres. En
el infinito unas nubes acribillan la soledad del viento sátrapa que me dirige hidalgamente
en un réquiem bailable con la soledad, con el silencio que llego a tocar con
mis ojos. Y espero tu luz cabalgar detrás de esa puerta a lo universal. Que veo
gente salir. Que veo a todos, menos a ti.
En la acera recuerdo un
pentámetro yámbico Shakespeariano y me arrastra a lo exhausto. Una gota de
sudor planea su escape. Otro latido nervioso me hace dar cuenta que el sol
muere más rápido y se da prisa. Daniel F canta una balada sin sentido normal,
pero con una moraleja armónica que recubre tu encanto misterioso, de doncella
medieval a un caballero feudal a punto de colapsar y daos su espada por tu
vida, simétrica. Tu voz panóptica sucumbe en la hoguera nerviosa de mi caja
cardiaca fumigada por ese señor llamado Lucky Strike. Y miraba la luna danzar
tempranamente en un octano. Ese arco iris de gasolina dibujado por Robert
Pinsky, amordazaba y cubría tu llegada. Cernías tus pasos en mi acera, en mis
dominios retinentes. Un último latido imperceptible y concluido en timidez,
ensayaba una sonrisa en mi rostro indecorable. Y tú, el arpegio perdido de
Serrat, te encontré. La llama que gira en el canto del Dios en vermut. Ya no
importaba nada en el espacio. Ni las risas de los niños dibujados en el
contorno del tiempo detenido. Ni el caramelo de Mayo que habitaba en mi boca.
Ni las nubes. Ni los carros. Ni las personas volteando. Ni las cigarras que
arañaban la noche con su canción y menos el trafico enardecido o las esquinas,
ni su luz. Llegaste tú, y el mundo, al otro lado del rio, lo entendió como yo
lo vi.
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